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jueves, 1 de diciembre de 2011

La portavianda

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La costumbre de reunirse al mediodia o al atardecer en los salones, confiterias y restaurantes elegantes ubicados a lo largo de la avenida Nueve de Octubre, fue algo muy propio de la ciudad desde comienzos del siglo XX y en esto tuvieron mucho que ver los inmigrantes europeos, deseosos de innovar, aportando al medio las costumbres de sus países de origen y aprovechando comercialmente el clima tropical favorable para el desenvolvimiento de tal tipo de actividades.

Mimbres y bejucos entretejidos, espejos con marcos dorados, consolas talladas, sonoro piano vertical entre el espacio de bar y comedor, mesitas de hierro forjado con cubierta de mármol, sillas vienesas ubicadas en soportales y aceras, protegidas por el discreto encanto de las toldas en declive hacia el filo de la calle. Así recordamos al Fortich (9 de Octubre y Baquerizo Moreno), sitio predilecto de nuestros padres y abuelos. En la esquina opuesta, en otra categoría, el Petit Niza, de los italianos Forestieri. Y pasando Boyacá, el Salón Rosado atendido por don Alfredo Czarninsky. La palma y La Colmena de los catalanes Costa y Peré (respectivamente) en la calle Luque. Después, el Salón Costa de don Martín Costa Colominas y frente a frente, el Flamingo, también en el bulevar.

Hacia 1950, se abrieron las primeras fuentes de soda modernas Milko Bar, Bongo Bar, Monterrey, Ford del Astillero y Ford de la carretera a las playas, donde la juventud porteña acudía puntualmente a la cita vespertina para conversar y saborear los novedosos milk shakes, los sorbetes de licuadora y los sánduches calientes de queso o de jamón.

Salir a comer en restaurantes era todo un acontecimiento, prefiriéndose estos sitios para los banquetes de graduación, despedidas de viajeros, de solteros y otras ocasiones especiales. La gente guayaquileña -por lo regular- comía e invitaba a comer en su casa, y de preferencia platos criollos en los cuales las amas de casa y las cocineras costeñas se lucían, recibiendo honores de verdaderas artistas.

comida, portavianda, comida popular, tradicionGracias a esa cualidad
Escasamente preparadas para todo tipo de labores, muchas viudas, mujeres abandonadas, señoras y señoritas de familias respetables, venidas a menos por falta de dinero, hicieron de esta habilidad una fuente de recursos, preparando y ofreciendo a precios módicos, hayacas, bollos, tamales, humitas, los días sábados; y viandas diarias a domicilio para empleados de oficinas, personas sin servicio doméstico, ancianos y enfermos.

A golpe de mediodía, un enjambre de chiquillos contratados para el efecto, circulaba llevando las portaviandas de dos y tres pisos que al pasar esparcían los aromas del sancocho blanco, la ensalada de aguacates, el chupe de corvina, la miga de zapallo, el sango de verde con cabeza de camarón machacado, los muchines con miel de caña y el infaltable quáker con naranjilla que se envasaba en botellas bien lavadas o en frascos apropiados con tapa de presión.

Eran tan abundantes las porciones despachadas, que de cada portavianda alcanzaban a nutrirse dos personas. Y tenían tanta calidad esas comidas, que sólo con olerlas al andar a uno se le abría el apetito y apuraba el paso a fin de llegar rápido a casa para saciar el requerimiento meridiano con cualquiera de tantos maravillosos sabores donde la yuca, el plátano verde, el maní, la papa, el pescado, el choclo tierno hacen las delicias de nuestro ansioso paladar.

Gajes de oficio
Muchas ocasiones los mensajeros tropezaban y el contenido de las portaviandas iba al suelo con el consiguiente lamento del pobre mortal. Y ojos que no ven, corazón que no siente, el muchacho recogía lo que podía. Eran gajes del oficio y vaya usted a saber lo que los comensales se servían ese día.

Otras veces, las distancias los obligaban a tomar autobús, del cual bajaban con un pedazo menos de maduro asado, la mitad de la torreja, el frasco de quáker en soletas y el resto a punto de desaparecer, por acción de manos comedidas que les sostenían el encargo mientras el chiquillo se apeaba al andar.

Ahora ya no hay esos problemas. Las tarrinas plásticas herméticas han reemplazado a las portaviandas. Los restaurantes de autoservicio nos permiten seleccionar en cuestión de pocos minutos un menú completo (aunque se repita todos los días). A buen hambre y poca plata, basta una hamburguesa suculenta, un hot dog embadurnado con ketchup y mayonesa o un sánduche de chancho con cuero mantecoso, acompañados de gaseosa bien helada.

Claro que el alimento de esquina de sano no tiene nada. Tampoco los sabores se parecen a lo que fueron nuestras comidas tradicionales. La portavianda, otrora un puntual de subsistencia para preparadoras, repartidores y comensales, ha desaparecido de la faz urbana, para quedar como símbolo de abnegación familiar en cárceles y campos.

Dos casas flacas de esas de una sola lumbre y tres pisos de altura, a las que la gente llamaba portaviandas, también se han sustituido por modernos edificios de cemento. Y no les anoto las direcciones ni los nombres de sus antiguos propietarios para que se pongan a trabajar la memoria... ¡Cuidado con la arteriosclerosis, mis amigos! Curiosidad Infinita - Conocimiento y curiosidades - Curiosidad Infinita - Curiosidad Infinita

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