Los almacenes del perímetro central, los caramancheles descritos y hasta los caminantes con sus pequeños charoles en equilibrio sobre la cabeza, observaban el código de buena conducta que norma y ampara la convivenciade toda sociedad civilizada. Más, creo que fueron los "sencilleros", quienes se llevaron las palmas en el ejercicio de un estilo comercial dentro del cual, la gentileza, el esfuerzo diario y la virtud del ahorro, fueron sólidas bases sobre las que muchos de ellos supieron levantar grandes fortunas.
¿Quiénes eran?
Por lo regular, inmigrantes recién llegados de origen árabe y judío que, deseosos de superar sus angustias económicas, emocionales y culturales, ajenos a los prejuicios del medio, se abrían paso, ayudados por otros paisanos con mayor tiempo de permanencia o por nacionales que les facilitaban el crédito, concediéndoles mercadería de importación, para la venta al detal.
Los árabes que se establecieron al finalizar el siglo XIX, tenían buenos almacenes de tejidos importados y en tales menesteres instruían a su gente. Entonces, con los cortes de tela al hombro, una vara de madera en la mano derecha y la pieza elegida como bandera abierta sobre el pecho, el sencillero se lanzaba a conquistar el puerto.
-A la bobelina barata, al fino cosibir.
-Combra barato. Combra siniorita.
-¡Ey!...Chss... Chss... ¡Sencillero!... ¡Suba!
Y sudando en invierno y verano, el sencillero caminaba de punta a punta la ciudad. Subía para entablar el negocio a crédito con las amas de casa, las empleadas domésticas, las costureras a quienes dejaban mercadería de buena calidad a precio recargadito, aunque con la ventaja del crédito sin garante, que se cubría en cómodas cuotas diarias, semanales, quincenales o mensuales, según lo convenido por él en su lengua mocha, lloriqueando que con tanta rebaja -el bobre baisano bierde blata- y la cliente, defendiendo sus ahorros.
Cerrada la venta, sacaba una libretita cochosa del bolsillo de su camisa, anotando cuidadosamente la fecha, el nombre y la cantidad, mientras le decía: -haber, la siniora Estrrada que bagará en tres bartes. y la señora pagaba sin atrasarse, por que la palabra de honor valía más de lo que hoy importa un documento garantizado por terceros.
Otros sencilleros de este valioso grupo étnico iban hacia los campos, trasbordando de las lanchas a las canoas de piezas, cargados de cortes de tela, zapatos, perfumes para las "madamas", medias finas, camisas, calzoncillos, adornos, espejos, etc., etc. Se internaban por los afluentes de nuestros grandes ríos y guiándose por su instinto de orientación, caminando a la sombra de las huertas cacaoteras, llegaban a los caseríos y a las haciendas donde eran siempre bien recibidos por nuestros campesinos, volviendo luego de algunos días, cargados de cacao, arroz, café, gallinas, pavos, patos y más productos del agro, que en veces recibían como resultado de las transacciones al trueque. El dinero lo traían en un saquillo de lienzo, para hacerlo crecer en inversiones mercantiles.
Huyendo de Hitler
En las postrimerías de los años treinta, comenzaron a arribar pequeños grupos de inmigrantes de origen judío, incrementando su número durante la II Guerra Mundial y al término de la misma. La colonia, que era muy pequeña y laboriosa en la ciudad, también les tendió la mano. Cumpliendo el mandato ancestral de este pueblo tan identificado y ligado a sus raíces, se ayudaban mutuamente y unos cuantos de los recién llegados se hicieron sencilleros, prefiriendo el ramo de la loza, artículos de hierro enlozado, jarros, peroles, cedazos y más cacharros que portaban amarrados artísticamente, uno en cada mano. Luego circulaban en bicicleta, con las bastas del pantalón metidas dentro de las medias y éstas, sujetas por ligas de caucho, para llegar hasta los lugares más apartados de la urbe, esquivando a los perros, los charcos de lodo del invierno y las sartenejas del verano. Educados y atentos, saludaban finamente a su cliente, entablando un diálogo en el que iban practicando nuestro idioma:
-Buenos días señoga. Oiga vea esta magavilla. Boigna compga. Bagata.
-¿No rebaja?...
-No señoga. Pgrecio unigo. Imposible más bagato. Todo impogtado.
-¿Pero le pago en cuatro partes?...
-No seg progglema. Yo venig todos los días.
Y todos los días iba el sencillero judío a cobrar. Usaba tarjetas de colores, una por cliente, donde dejaba perfectamente registrados los datos personales, direcciones, cifras, atrasos, etc., etc., etc. Eso sí, no daba tregua a morosos ni perdón a tramposos, a quienes era capaz de perseguir por los siglos de los siglos, como asevera mi amigo Alberto Valdivieso, que todavía cruza a la vereda de enfrente cuando pasa por un negocio muy conocido para esquivar la mirada de un anciano comerciante, al que -cuando era sencillero- dejó de pagar las cuotas de un reloj muñequera comprado para la enamorada, porque ésta se le fue con otro.
¡Ah! qué diferente es hoy eso de luchar por la vida haciendo fortuna bien habida y poco a poco, como supieron trabajar tantos inmigrantes positivos, cuyos descendientes -a lo mejor- ni se interesan por recordar el ejemplo de su honrosa trayectoria. Curiosidad Infinita - Conocimiento y curiosidades - -
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