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domingo, 31 de julio de 2011

La vida estudiantil

Haciendo remembranza de la etapa estudiantil, vamos a dirigirnos a los niños y jóvenes que se quejan de las horas que deben pasar en las diarias jornadas de sus escuelas y colegios. A los maestros que incumplen los horarios. A las madres de familia que se atolondran cuando sus hijos retornan por la tarde; contándoles cuales eran las disposiciones ministeriales que regían para todos los planteles, y de que modo el tiempo de aquel tiempo, se repartía dentro y fuera de las aulas, a fin de darle a cada hora su valor y a cada día su completo significado.
Clases de lunes a sábado.
Para empezar, la semana escolar se contaba de lunes a sábado y en doble jornada, excepto los miércoles y los sábados que había asueto por las tardes. La hora de ingreso a los establecimientos era 07h30. Los estudiantes de colegios católicos asistíamos a misa diaria obligatoria. Iniciándose la primera hora de clases a las 08h00. Y a las 10h00, terminada la segunda hora, salíamos al recreo que duraba 25 minutos.

Tiempo de calentar lecciones o completar deberes mientras comíamos un sánduche de palanqueta con mortadela o de queso con mantequilla, el mismo que envuelto en papel de despacho, llevábamos como "tente en pie" para la media mañana. La palabra lonchera no figuraba en nuestro léxico. Las fundas plásticas no se conocían todavía. Las mochilas solo las portaban los soldados y los boy scouts. De modo que en nuestra maleta de útiles escolades debíamos saber colocar los textos y cuadernos a prudente distancia del bocado que por efectos de la sabrosa mantequilla natural, podían impregnarse de grasa, quedando en condiciones lamentables.

Los lunes, con el dinero recaudado en las visitas de los abuelos, encargábamos a las compañeras fortachonas o intentábamos personalmente las compras de una cola, un chumbeque, un alfajor, un tango o una tableta de chocolate La Universal, en la tienda del colegio, donde todos los reglamentos y buenas maneras quedaban de lado, imponiéndose la ley del más fuerte para hacerse despachar de la sudorosa gorda Mechita o de la flaca Margarita, que nunca anotaba deudas, pero sabía de memoria cuánto le debíamos desde la semana anterior.


Las clases de la mañana concluían a las 11h30 para la primaria y a las 12h00 para la secundaria. Todos marchábamos a casa, por que a mediodía se reunía la familia completa. Las oficinas, bancos, entidades estatales, etc., también seguían el régimen de doble jornada. Entonces, padre, madre e hijos, manteníamos el contacto afectivo, dialogábamos, bromeábamos, discutíamos e intercambiábamos impresiones; en veces peleábamos, pero nos sentíamos integrados. Y después del almuerzo, casi sin espacio de descanso, volvíamos al colegio para cumplir la jornada vespertina con recreo intermedio. Desde las 14h30 (2 y 30 pm) hasta las 17h00 (5 pm).

Internos y seminternos


Muchos estudiantes cuyos padres residían en las haciendas o en diferentes ciudades de ésta y otras provincias, dejaban a sus hijos e hijas internos, preferentemente al cuidado de monjas o de curas en establecimientos educativos católicos; existiendo también los internados en algunos colegios laicos de la urbe. Las visitas familiares eran bastante espaciadas y por ello, los internos e internas salían a pasear en grupos siempre acompañados de un maestro o maestra responsable, los días domingos.

Para padres a quienes la distancia del colegio a la casa significaba dificultad por ausencia de transportes escolares o particulares, el régimen de media pensión constituía la solución ideal y quedaban almorzando en el colegio los alumnos seminternos a quienes veíamos engordar notoriamente. Según decían las malas lenguas, no por el patache precisamente abundante, sino por una sustancia que las monjas dizque añadían a las ollas (¡mejor en eso no me meto!).


Las tareas y los juegos
Después de llegar a casa, un baño refrescante, la colada y una fruta. Enseguida los deberes. Todos sentados al rededor de la mesa del comedor y la madre revisando leccionarios.
-Ya terminé los deberes. 
 -Sí, pero te faltan dos lecciones.
Y solamente el que cumplía a cabalidad tenía derecho a los juegos. Aunque también se complementaba nuestra formación integral con el cultivo del arte y del deporte. A las chicas que tenían predisposición las matriculaban en las academias de ballet de Inge Bruckman o de Kitty Sakylarides y en la de danzas españolas de Janet Vivar. Los muchachos practicaban básquetbol, voleybol, atletismo, judo, natación. Otros grupos mixtos concurrían a clases particulares de idiomas. Muchos nos iniciábamos simultáneamente en el estudio de la música como alumnos de cursos regulares en el Conservatorio Nacional Antonio Neumane, lo que demandaba un esfuerzo paralelo casi diario.


El tiempo alcanzaba para todo. Hasta el año 1957 en que se suprimieron las clases de los días sábados. Finalizando la década de los 60, entró en vigencia la jornada única, copiada de otras sociedades altamente industrializadas donde venía rindiendo óptimos frutos en términos de producción. La vida familiar comenzó a modificarse y cada cual a almorzar a horas diferentes. El comportamiento estudiantil, por éste y otros factores, varió radicalmente. Padres, hijos y maestros, todos desperdigados sin tiempo para nada... ¿Qué porcentaje de culpa tendrá esos cambios aplicados entonces a una sociedad como la nuestra?...
Tomado del libro "Del tiempo de la yapa" 5ta Edición Autora Jenny Estrada

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miércoles, 20 de julio de 2011

Encantos del guardafrio



Distribuidos por el amplio perímetro descrito en crónicas anteriores, las casas viejas queidas, que se fueron como el tango y los tranvías, tenían muebles de fino acabado artesanal, junto a otros menos vistosos, de función netamente utilitaria en los que cada cosa ocupaba su lugar.

Al primer grupo pertenecieron las cujas de hierro forjado con varillas para el toldo, los roperos de tres cuerpos y espejos de cristal azogado cuyas lunas se topaban cuando había tempestad. La gran cómoda donde se guardaba desde la ropa interior olorosa a limpio hasta las cajas de chocolates Suchard, que una vez consumido el delicioso contenido, se repletaban de cartas de amor, ombligos de toda prole, medallas y estampitas de bautizo, manojitos de cabello atados con cintas rojas, tarjetas ingenuamente decoradas por amorosos trazos caligráficos para la '-mamá-más-linda' de '-su-hijita-que-la-adora'...

La hamaca de mocora infaltable en los dormitorios y al lado opuesto la caja de madera para sábanas, manteles, tapetes y toallas, fotografías antiguas, cuadernos con poemas manuscritos y chucherías que nos desvivíamos por ayudar a ordenar en los días de visita semanal a los abuelos.

En el corredor de acceso al comedor, el tinajero, especie de jaula de madera que soportaba en su parte superior la gran piedra porosa tallada y traída desde Chanduy, donde el agua potable se destilaba gota a gota, para caer en el vientre de la tinaja de barro samborondeño, a la cual echaban dos o tres clavos de hierro en el fondo, a manera de filtros purificadores del líquido siempre fresco y cristalino que tomábamos en jarros de fierro enlozado colgados al interior del mismo mueble. Gran mesa con tablones de extensión, aparador, vitrina y doce sillas que los domingos se copaban, sin segregación de edad, cuando el "Victoria Clock" de cuerda con campana, marcaba los horarios del almuerzo familiar.

Todavía en la década de los 40 y parte de los años 50, el refrigerador era un símbolo de estatus del que no todas las familias podían disfrutar. Costoso, pesado y ruidoso artefacto Frigidaire, General Electric o Norge, con una especie de ventilador en su parte superior, tenía una sola puerta y ofrecía reducido espacio de congelación para las cubetas de hielo y los sabrosos helados caseros que se hacían con jugo de naranjilla, tamarindo o crema de vainilla. Y había que escoger, por que cuando poníamos a hacer helados, nos quedábamos sin hielo para el servicio de la mesa o para los vecinos que acostumbraban solicitarlo al mediodía. El refrigerador producía abundante escarcha, obligando a su desconexión y limpieza cada quince días y estaba colocado, por lo regular, en una esquina del comedor. Como goteaba al interior, los alimentos solían malograrse.

(refrigerador Norge 1937)

Por eso el viejo guardafrío continuaba ocupando puesto tradicional en la cocina, donde su esqueleto de roble o laurel, recubierto de tela metálica ayudaba a mantener en óptimas condiciones de ventilación la mantequilla de nata batida, el queso fresco, la carne aliñada para la merienda, los chicharrones, las conservas y la sabrosísima leche dormida, antecesora del yogur persa, que degustábamos por la mañana antes de desayunar.



Los encantos del guardafrío se descubrían en esas furtivas incursiones que cuchara en mano efectuábamos hacia el rico bocado de cocada recién sacada, las tortas de maduro y de camote, el hurto de un higo relleno con manjar, los pechiches almibarados o el pellizcón al queso criollo, que disminuía a velocidades sorprendentes, sobre todo en tiempo de vacación escolar. Desechado por la rápida modernización, el querido artefacto fue a parar a la basura. Aún puede verse en ciertas casas de campo junto a la batea de panza generoza, a la platera de escurrir los utensilios, a la hielera de madera y a los gatos cazadores de pulperos que ya no existen en casas de la ciudad, pues, los ratones del presente han dejado de merodear por la cocina en busca de queso fresco que les solíamos disputar y ahora son inquilinos de algunos supermercados que tienen de todo, menos leche de vaquita campesina, de esa que hacía nata gorda y poníamos a dormir.

Y tal como suben mensualmente las planillas de la electricidad, nada raro sería que el guardafrío retorne a su antiguo lugar; con lo cual algunos abuelitos volveríamos a disfrutar de los pequeños placeres de aquel mueble de la cocina nos deparó cuando eramos niños, muy ricos en aventuras, hasta en el ámbito de nuestro hogar.

Fuente: "Cronicas costumbristas del tiempo de la yapa" 5ta edicion autora Jenny Estrada

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martes, 19 de julio de 2011

La tienda del barrio


Vamos a abrir las puertas de un lugar que fue centro de convergencia barrial y primer espacio de nuestros contactos sociales, donde grandes y chicos aprendíamos a relacionarnos, practicando las leyes de la oferta y la demanda, cuando la existencia de los supermercados ni se soñaba por estos lares y las despensas de mayoristas eran pocas.

Una tienda de barrio, negocio semejante a los actuales "minimarkets", acumulaba toda la clase de artículos de los que nos surtíamos las familias aledañas. Pendiendo de un clavo grueso el "San Martin" de beta torcida para enderezar a los malcriados. Más allá, las velas de sebo y los candiles. El papel para las moscas. Al centro, colgados en un gancho, los salchichones de mortadela (bien mosqueados). En las perchas las conservas extranjeras saltadas de a bordo por los marinos del Astillero y el papel higienico Waldorf que era un artículo de lujo. Jabones Águila de Oro, de rosas y gigante, patentados por Jabonería Nacional y el infaltable jabón prieto, cigarrillos Full Speed y cigarros El Progreso, velas de cera marca Loor, productos de La Universal, La Roma y La Italia, frascos de fideos, rosquitas y galletas chocolatines, bombones, tubos de pastillas de menta y de violeta y caramelos de bola grande o de frutas. En sector especial estaban los lápices de papel, cuadernos y borradores.

Los tarros de lata en que venían la manteca de chancho y la mantequilla -que se despachaban en hojas secas de maíz, al igual que el tamarindo-, estaban sobre una tarima, en el suelo; así como el bidón de aceite comestible marca La Iberia, que casi nadie utilizaba y se vendía al granel vaciándolo a través de un embudo en los frascos de vidrio limpios llevados a propósito.

Sobre el mostrador, una vitrina para el queso criollo, el jamón planchado, los panes y pasteles; charoles con las legumbres frescas de la semana, la romana de peso completo, el molino del café en grano y un gato, que de rato en rato lamía la oliscosa mortadela. Adelante y al alcance de la clientela, los sacos de liencillo abiertos, repletos de fréjoles, arroz, harina, quáker y azúcar.

Saludábamos sin miedo y entrabamos sin prisa, porque nadie nos apuraba ni nos trataba mal. No teníamos TV y los únicos programas que dejábamos pendientes en nuestras casas, eran la lectura de lindas revistas infantiles y los juegos que inventábamos para entretenernos ejercitando el fantástico poder de la imaginación.

Si la visita a la tienda era por cuenta propia adquiríamos golosinas, piola para el trompo, bolas de cristal para los ñocos (bolichas), papel cometa y coquitos chilenos. Por distracción, acolitabamos a las empleadas y por obligación -sin pereza ni protestas- cumplíamos los mandados de nuestras madres, tías y abuelitas.



Dilatábamos la espera haciendo amistad con otros niños, hugando en los saquillos repletos de fréjoles, persiguiendo gorgojos gordos entre los albos granos del quintal de arroz, cambiando traviesamente algunos puñados de prejoles mientras escuchabamos las pláticas del cecindario. De suerte que, en materia de noticias, nos las sabíamos todas y del más variopinto tenor:

-Que en la casa de la esquina penan
-Que la niña de la villa amarilla no es tan niña
-Que mañana le cancelamos por que ya volvió el señor
-Que están vendiendo un solar en la otra cuadra
-Que el tranvía acaba de descarrilar por el Cristobal Colón
-Que parece que va a haber revolución
-Que con Velasco no hay ningún churrasco
-Que anote en la cuenta esta media libra de sal
-Que el parto de doña Tere se está pasando
-Que dice mi mamá que le pese bien estas cebollas por que parece que le falta
...................................(Silencio general)................................
-¡A ver, el niño de las cebollas! 
El señor tendero -que se llamaba Vidal González y era serrano y caballero- sin disgustarse, argumentaba sobre la infalibilidad de su balanza. Pesaba nuevamente, añadía un bulbo pequeñito y retornaba las cebollas al portador. Sonriendo y mascullando algo similar a su alegato -que se habrán creído que él va a robarles en las cebollas- desenroscaba la tapa del frasco bocón, sacaba el chocolatín o el caramelo de fruta que depositaba en la mano del reclamante, como prueba tangible de su cordialidad, diciéndole amistosamente:


-Aquí se da peso completo. Recuérdele eso a su mamá, que si lo sabe. Y tome la yapa, niño, para que no vuelva a quejarse-.

Había que ser insensible para no apreciar tan fina lección de buen vivir. Decirle -Gracias, don Vidal- Saludarlo al pasar frente a la tienda, considerarlo un amigo, era la norma del barrio y la actitud característica de casi toda la gente que habitaba en Guayaquil.





Hoy la yapa retornó a sus orígenes prehispánicos, y la libra de 460 gramos, como referencia de unidad de peso universal, poco se conoce entre nosotros; nadie contesta el saludo; la relación comunitaria entre la gente del barrio se ha perdido; los niños son víctimas diarias de la violencia y por el simple hecho de preguntar dos veces el mismo artículo, los vendedores agresivos nos insultan, mandando de paseo a nuestra querida mamá. Ah, como quisiera volver a mi tienda del barrio y rescatar esa actitud amistosa, ese pequeño gesto de cordialidad entre el tendero y los niños del vecindario, como símbolo del comportamiento social guayaquileño, abierto, generoso y gentil.

Fuente: "Cronicas costumbristas del tiempo de la yapa" 5ta edicion autora Jenny Estrada

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Las Lavanderas



Terno de dril blanco bien planchado, camisa "Arrow" de algodón con cuello almidonado, calzoncillos de popelina, camisetas BVD de frescos tejidos naturales, pañuelo también blanco y aromado con lavanda, corbata y zapatos oscuros, era el atuendo clásico de profesionales, comerciantes, profesores, autoridades y más entes representativos de la comunidad porteña para sus trajines cotidianos.

Finas prendas de piqué, batista, gabardina, lino, crepé y seda china en tonos cálidos y delicados estampados, perfumados con "Soir de París" y "Bond Street", cubrían las figuras femeninas, hasta la aparición de fibras sintéticas que cambiaron el concepto de la elegancia tropical  poniéndonos a sudar como tapa de olla para convertirnos en fanáticos del "look" artificial, la guayabera importada y el ajado "wash and wear".

Eliminando el vestuario tradicional, la lavandera, personaje clave encargado de su cuidado, fue desapareciendo de nuestras casas junto a las tinas de pechiche, los burros para asentarlas, los cacharros de almidón u mas enseres indispensables de ese quehacer que hoy viene a la memoria, ante las nuevas exigencias de la moda que ha puesto de vuelta al lino y está reivindicando al algodón.


Lavado afuera y lavado en casa

Mujeres de piel cobriza y cuerpos abejucados, con su pelo lacio enrollado en la nuca, practicaban la tarea heredada de sus madres y abuelas. Las había del llamado lavado afuera y del lavado en casa.


Las primeras llegaban los días lunes oliendo a jabón de orilla, pulcras, humildes y sonrientes. Saludaban y se sentaban en el suelo para empezar a contar una por una las piezas que la patrona anotaba haciendo la lista en su libreta personal y cuando esta operación finalizaba, liaban el gran atado antes de marcharse, equilibrando el peso del voluminoso cargamento, para volver jueves o viernes portando su envoltorio de camisas y ropa limpiecita, cuidadosamente protegida por un trozo de liencillo blanco.

En el brazo libre que semejaba la rama de un guayacán, los ternos de dril blanco y los vestidos colocados en armadores de madera. Algún miembro de su prole con el bulto de las toallas, manteles, sábanas. Y el hijo más grandecito que estudiaba en la escuela fiscal y ya sabía hacer las cuentas, traía en papel cuadriculado el listado de los precios para cobrar honorarios de centavos, reales, sucres, de tan modesta cuantía que entristece recordar.

las de lavado en casa se presentaban puntualmente a inicios de la semana. Se mandaban un desayuno sostenido de calentado y bolón y sin aflojar la charla, iban de la cocina al dormitorio donde la señora las esperaba para separar los montones con las prendas de color, la ropa blanca, la ropa interior, los ternos del señor, los vestidos de las niñas, las blusas de seda de china, los trajes sin almidón.

Pedían para jabón Águila de Oro, almidón de yuca, azul de añil en cubitos y frasco de cloretol. Dejaban remojando lo más duro en sendas tinas de pechiche y se encaminaban a la tienda del barrio en busca de los pertrechos. De vuelta, se fajaban con la suciedad a puro pulso, jabonando y restregando ...chuic... chuic...chuic, con la prenda entre sus manos.


Enjuagaban y pasaban a la segunda vuelta, cambiando agua de la tina hasta vencer a la mugre. Cantaban a todo pecho y pulmón "Endechas", "Virgen Pura", "Mi lirio Blanco", valses y pasillos dedicados al desgraciado que les partió el corazón.

Sacaban manchas rebeldes. Guardaban secretos impresos en los cuellos de las camisas del patrón o en los calzoncillos de los niños maltoncitos. Reconocían evidencias premenstruales de la pubertad femenina y alertaban sobre enfermedades contagiosas contraídas por más de un caballero pecador. Disimulaban vejeces, remiendos, parches y desgarrones de sábanas trajinadas. Cuidaban los vestidos finos para que duren más.

Cuando el moro prieto atacaba la ropa sucia estropeándola a causa de la humedad invernal, preparaban una fogata en medio patio, ponían a calentar agua en las latas vacías de manteca, donde echaban cáscaras secas de naranja para someter al proceso de hervido toda prenda afectada a la que devolvían su nitidez. Prudentes en el uso del cloretol y magistrales en la graduación del almidón preparado y desaguado al temple de camisas, uniformes de colegio, ternos de dril y cáñamo superior.

Tendían largas cordeladas levantando los alambres con pedazos de caña guadúa a fin de evitar que el peso o el viento arrastraran la ropa mojada destruyendo su labor. Si el sol brillaba con fuerza, recogían el mismo día. Si no les era propicio, volvían al día siguiente para iniciar el planchado que ejecutaban por tandas y con plancha de carbón, de esas del gallito rojo que hoy son costosas antigüedades.

Cuando el invierno estaba "bravo" estudiaban las condiciones meteorológicas mirando de frente al cielo o a los cerros del Oeste y a la voz de "Chongón oscuro, aguacero seguro" se despedían dejando la tarea a medio camino, por que mojarse con el cuerpo caliente era peligroso y provocaba "torcida" que las podía malograr.


Remoje, enjuague y tienda
Por la década de los años 60, Jabonería Nacional introdujo al país el uso de los detergentes ¡Remoje, enjuague y tienda, sale el sucio de la topa sin tener que refregar! Así decía la sugestiva propaganda.

A partir de los 70 una fibra llamada poliester revolucionó la industria textil. Telas sintéticas, inarrugables, prelavadas, revolcadas, estrujadas, arrugadas, manchadas, fueron poniendo de moda el "look" de los informales, los hippies sucios y hasta los malos modales.

La ruta de La Química, Secomático y La Electrónica, empresas pioneras del lavado moderno por procesos químicos, rápidos y caros fue seguida por otras firmas, y las lavanderas tradicionales quedaron desplazadas sin mayor trámite. Sus tinas de pechiche se sustituyeron por las de plástico rígido. Menudearon las marcas de lavadoras automáticas, los "slogans" convincentes, y a efectos de tantas técnicas supuestamente prodigiosas la ropa fue adquiriendo dudosas tonalidades y un tufillo inconfundible, mezcla de suciedad y de pereza acumuladas; por que no hay quien refriegue y saque el sucio con el arte de aquellas manos expertas de otros tiempos.

Manos benditas las de nuestras añoradas lavanderas ...chuic...chuic...chui... con cuyo esfuerzo diario y heroico -aunque algunos no lo crean- ¡se educó más de un doctor!

Así termina otra interesante historia del Guayaquil de antes realizada por la historiadora Jenny Estrada, autora del libro "Cronicas costumbristas del tiempo de la yapa" 5ta edicion.

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viernes, 15 de julio de 2011

Dias de corre corre...

laxantes, estreñimiento, remedios caseros
Por culpa de una antigua costumbre, de la que algunos se van a acordar en este rato con olores y sabores, en cierta etapa de la vida yo hubiera querido inventar un sistema de exterminio a los castores. Mamíferos roedores propios de Asia, Europa y parte de Norteamérica, portadores de dina y elegante piel que desgraciadamente no fue la porción de su cuerpo conocida por nosotros, untuosa, olor penetrante y sabor nauseabundo, utilizado por la farmacopea antañosa como base del más efectivo destapador de cañerías intestinales.

Someternos a la tortura del purgante mayor, era un requisito en guarda de nuestra salud -según decían- y al menos dos veces por año cumplían nuestras madres, gustosamente asesoradas por las abuelas que parecían disfrutar escogiendo días y horas apropiados. Con la debida anticipación, adquirían dosis adecuadas en las boticas Internacional, H.G., del Comercio o La Salud. Comparaban fundas de caramelos, Mandaban la excusa al colegio y nos comunicaban el maquiavélico proyecto.

Aunque dicen que guerra avisada no mata gente, esa, cual ataque traicionero, podía terminar con nuestra indefensa humanidad, que al solo anuncio quedaba estremecida de pavor, sintiéndose incapaz de evitarlo, ni siquiera con el argumento del -¿Por qué otra vez, si hace poquito tiempo ya me dieron?-.

Así pues, llegando el momento, empujábamos y en la fila veíamos como avanzaba el enemigo. Los frasquitos de color ambar pasaban del botiquín a la cocina, donde manos expertas en ese tipo de maldades entibiaban la pócima para ponerla en su punto y administrarla por cucharadas soperas, tarea que correspondia directamente a las madres, imbuidas de toda su autoridad en el instante de la orden:


-¡Tápate la nariz, abre la boca y traga!
-No puedo

-Apura que se riega y se enfría
-Tengo náuseas-

 -¡Traga!
-Vomito

- ¡Traga!,
-¿Ya tragaste?

-Guaaaca...

-¡Denle café y un caramelo!
El aceite rodaba lentamente pegándose en la lengua, en el paladar, en las encías, en los dientes, en la garganta y mientras completaba su ruta, ese sabor espantosos persistía. Ni el café ni los caramelos ni la pasta de dientes por fuertes que fuesen lo eliminaban, por que era en el cerebro donde se había registrado tan tremenda agresión a los sentidos del gusto y del olfato.

¡Corre - corre!
No pasaba un par de horas cuando el espíritu del castor se vengaba empezando a buscar escape. Después del estomago, donde había ronroneado largo rato, tenia que avanzar correteando los siete metros del intestino delgado y de este continuar a la autopista del intestino grueso con su metro y medio de trayecto, de manera que, al hallar la salida, no se molestaba en pedir permiso y por ello, a la voz de ¡corre - corre!, todos compadecíamos al primero que sufría los efectos, por lo mismo que en cuestión de unos minutos tendríamos que desfilar al excusado, uno por uno, tantas veces la venganza del castor nos lo exigiese en ese día.
Dieta blanda, libros de cuentos y juegos de naipes como la burra y el hueso, nos ayudaban a consumir las horas hasta que el último rezago de aceite abandonaba nuestro cuerpo que quedaba livianito y libre del zoológico de trichuris-trichuras, áscaris, amebas y cuantas lombrices existiesen.

Sustitutos similares
Tambien utilizaban aceite de ricino, de similar mal sabor y efectos, aunque de origen vegetal; sal inglesa, mezclada con cola Fioravanti, por lo que el apellido del pobre inmigrante italiano que creño la fórmula de tal gaseosa, resultó mezclado en los horribles menjurjes a que les hago alusión. Luego salieron a la venta los Chocolates Ex-Lax, que venían en engañosas cajitas azules con letras rojas, aceptados inocentemente hasta probar su feo sabor y sus tremendos efectos :-[. Y unos chicles de menta azucarada con los que hicimos algunas maldades. 


Todos estos productos se usaban en la purga mayor. En vísperas de viaje para no tener complicaciones; al retorno de las vacaciones, por lo mismo; al comienzo de clases para evitar la pereza y en tiempos de exámenes, para no perder el apetito.
En cambio, la leche de magnesia Phillips, la sal de frutas Eno o las hojas de sen con tamarindo, eran de uso corriente, después de los cumpleaños, por simple sospecha de un empacho, lengua sucia o alguna imaginaria palidez.

Procedimientos como los lavados de agua de manzanilla con glicerina y jabón fueron el terror de los estreñidos que miraban la cánula del irrigador como presagio de otro tipo de desgracias y el -¡Aguanta un ratito más!- como la proximidad de un estallido catastrófico. 

No estoy en la capacidad científica de aplaudir o criticar el uso indiscriminado del purgante. Si puedo corroborar la opinión de que nuestra salud estomacal e intestinal fue y sigue siendo buena, aunque me sienta incapaz de superar el fastidio que les tengo a los castores machos, a quienes -por su parte- tampoco debe haberles hecho mucha gracia que vaciaran sus glandulitas seminales, impidiéndoles cumplir otra función.

Así termina una colorida historia del Guayaquil de antes realizada por la historiadora Jenny Estrada, autora del libro "Cronicas costumbristas del tiempo de la yapa" 5ta edicion.

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sábado, 9 de julio de 2011

Introducción - Bienvenidos y bienvenidas.

Hola y bienvenidos a mi blog, mi nombre es Cristhian Cordero, y este, es un espacio que busca rescatar, recopilar y difundir el conocimiento sobre las tradiciones, música y culturas de los pueblos, este va a ser un camino largo que recién comienza, pero a la final será lleno de dicha por que no es un esfuerzo en vano. :-)

Todo camino que nos lleve al conocimiento, es un camino hacia la libertad.

Este va a ser un gran camino que al final va a ser muy satisfactorio para mi y para todo aquel y aquella que me acompañe, y además, le interese encontrar en este pedacito de cyber-espacio culturas y ritmos interesantes.

Este blog ha sido creado con la finalidad de Compartir para Aprender... Principalmente para aprender sobre la música, tradiciones y culturas de cada pueblo, que en si, son la esencia y alma de sus habitantes, aquellos que las han creado, moldeado y transitado a través del tiempo de generación en generación, y que a pasos agigantados se van desvaneciendo por la invasión de nuevas tecnologías que cada vez nos alejan de aquellas épocas donde la vida era mas sencilla.

En fin que es El Sentir Popular? Para mi, es el reflejo del alma del pueblo, es la expresión que dio cabida a través del pasar de los años y que vive en el consciente colectivo, es la música, es el baile, es la comida, es su vestimenta, son sus fiestas, sus costumbres y tradiciones, son sus campos, son sus ciudades, es su alegría, es su tristeza, son sus vivos y son sus muertos.

Solo queda decir que El Sentir Popular es la propia tierra... aquella que llama desde las entrañas, aquella que hace vibrar los sentidos y que forma parte de uno hasta el día que nos toca partir al infinito...

Con esta pequeña introducción les doy la bienvenida a mi blog; Un blog que está abierto a compartir. :-P

Saludos

Un pueblo sin pasado, es un pueblo sin futuro...

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