Terno de dril blanco bien planchado, camisa "Arrow" de algodón con cuello almidonado, calzoncillos de popelina, camisetas BVD de frescos tejidos naturales, pañuelo también blanco y aromado con lavanda, corbata y zapatos oscuros, era el atuendo clásico de profesionales, comerciantes, profesores, autoridades y más entes representativos de la comunidad porteña para sus trajines cotidianos.
Finas prendas de piqué, batista, gabardina, lino, crepé y seda china en tonos cálidos y delicados estampados, perfumados con "Soir de París" y "Bond Street", cubrían las figuras femeninas, hasta la aparición de fibras sintéticas que cambiaron el concepto de la elegancia tropical poniéndonos a sudar como tapa de olla para convertirnos en fanáticos del "look" artificial, la guayabera importada y el ajado "wash and wear".
Eliminando el vestuario tradicional, la lavandera, personaje clave encargado de su cuidado, fue desapareciendo de nuestras casas junto a las tinas de pechiche, los burros para asentarlas, los cacharros de almidón u mas enseres indispensables de ese quehacer que hoy viene a la memoria, ante las nuevas exigencias de la moda que ha puesto de vuelta al lino y está reivindicando al algodón.
Lavado afuera y lavado en casa
Mujeres de piel cobriza y cuerpos abejucados, con su pelo lacio enrollado en la nuca, practicaban la tarea heredada de sus madres y abuelas. Las había del llamado lavado afuera y del lavado en casa.
Las primeras llegaban los días lunes oliendo a jabón de orilla, pulcras, humildes y sonrientes. Saludaban y se sentaban en el suelo para empezar a contar una por una las piezas que la patrona anotaba haciendo la lista en su libreta personal y cuando esta operación finalizaba, liaban el gran atado antes de marcharse, equilibrando el peso del voluminoso cargamento, para volver jueves o viernes portando su envoltorio de camisas y ropa limpiecita, cuidadosamente protegida por un trozo de liencillo blanco.
En el brazo libre que semejaba la rama de un guayacán, los ternos de dril blanco y los vestidos colocados en armadores de madera. Algún miembro de su prole con el bulto de las toallas, manteles, sábanas. Y el hijo más grandecito que estudiaba en la escuela fiscal y ya sabía hacer las cuentas, traía en papel cuadriculado el listado de los precios para cobrar honorarios de centavos, reales, sucres, de tan modesta cuantía que entristece recordar.
las de lavado en casa se presentaban puntualmente a inicios de la semana. Se mandaban un desayuno sostenido de calentado y bolón y sin aflojar la charla, iban de la cocina al dormitorio donde la señora las esperaba para separar los montones con las prendas de color, la ropa blanca, la ropa interior, los ternos del señor, los vestidos de las niñas, las blusas de seda de china, los trajes sin almidón.
Pedían para jabón Águila de Oro, almidón de yuca, azul de añil en cubitos y frasco de cloretol. Dejaban remojando lo más duro en sendas tinas de pechiche y se encaminaban a la tienda del barrio en busca de los pertrechos. De vuelta, se fajaban con la suciedad a puro pulso, jabonando y restregando ...chuic... chuic...chuic, con la prenda entre sus manos.
Enjuagaban y pasaban a la segunda vuelta, cambiando agua de la tina hasta vencer a la mugre. Cantaban a todo pecho y pulmón "Endechas", "Virgen Pura", "Mi lirio Blanco", valses y pasillos dedicados al desgraciado que les partió el corazón.
Sacaban manchas rebeldes. Guardaban secretos impresos en los cuellos de las camisas del patrón o en los calzoncillos de los niños maltoncitos. Reconocían evidencias premenstruales de la pubertad femenina y alertaban sobre enfermedades contagiosas contraídas por más de un caballero pecador. Disimulaban vejeces, remiendos, parches y desgarrones de sábanas trajinadas. Cuidaban los vestidos finos para que duren más.
Cuando el moro prieto atacaba la ropa sucia estropeándola a causa de la humedad invernal, preparaban una fogata en medio patio, ponían a calentar agua en las latas vacías de manteca, donde echaban cáscaras secas de naranja para someter al proceso de hervido toda prenda afectada a la que devolvían su nitidez. Prudentes en el uso del cloretol y magistrales en la graduación del almidón preparado y desaguado al temple de camisas, uniformes de colegio, ternos de dril y cáñamo superior.
Tendían largas cordeladas levantando los alambres con pedazos de caña guadúa a fin de evitar que el peso o el viento arrastraran la ropa mojada destruyendo su labor. Si el sol brillaba con fuerza, recogían el mismo día. Si no les era propicio, volvían al día siguiente para iniciar el planchado que ejecutaban por tandas y con plancha de carbón, de esas del gallito rojo que hoy son costosas antigüedades.
Cuando el invierno estaba "bravo" estudiaban las condiciones meteorológicas mirando de frente al cielo o a los cerros del Oeste y a la voz de "Chongón oscuro, aguacero seguro" se despedían dejando la tarea a medio camino, por que mojarse con el cuerpo caliente era peligroso y provocaba "torcida" que las podía malograr.
Remoje, enjuague y tiendaPor la década de los años 60, Jabonería Nacional introdujo al país el uso de los detergentes ¡Remoje, enjuague y tienda, sale el sucio de la topa sin tener que refregar! Así decía la sugestiva propaganda.
A partir de los 70 una fibra llamada poliester revolucionó la industria textil. Telas sintéticas, inarrugables, prelavadas, revolcadas, estrujadas, arrugadas, manchadas, fueron poniendo de moda el "look" de los informales, los hippies sucios y hasta los malos modales.
La ruta de La Química, Secomático y La Electrónica, empresas pioneras del lavado moderno por procesos químicos, rápidos y caros fue seguida por otras firmas, y las lavanderas tradicionales quedaron desplazadas sin mayor trámite. Sus tinas de pechiche se sustituyeron por las de plástico rígido. Menudearon las marcas de lavadoras automáticas, los "slogans" convincentes, y a efectos de tantas técnicas supuestamente prodigiosas la ropa fue adquiriendo dudosas tonalidades y un tufillo inconfundible, mezcla de suciedad y de pereza acumuladas; por que no hay quien refriegue y saque el sucio con el arte de aquellas manos expertas de otros tiempos.
Manos benditas las de nuestras añoradas lavanderas ...chuic...chuic...chui... con cuyo esfuerzo diario y heroico -aunque algunos no lo crean- ¡se educó más de un doctor!
Así termina otra interesante historia del Guayaquil de antes realizada por la historiadora Jenny Estrada, autora del libro "Cronicas costumbristas del tiempo de la yapa" 5ta edicion.
Espero que les haya gustado y manténganse atentos a la próxima publicación :-)
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Saludos
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Hay 3 Comentarios, ¿Dejas el tuyo? :)
como puedo quitar el moromoro de la ropa
Excelente historia.
:(
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