No sólo los aromas sino también los sabores almacenados en nuestro subconsciente permanecen indefectiblemente ligados a hechos y etapas de nuestras vidas, formando parte de las memorias individuales, familiares y sociales. Sabor de patria añora el emigrante.
Sabor de madre descubren los infantes. Sabor de familia buscan los comensales solitarios. Sabor del hogar necesita el apurado ejecutivo. Sabor casero intentan los fabricantes de comidas enlatadas. Sabores comparan los viajeros. Sabores exploran los amantes e invitan a compartir los amigos. Sabor defienden los pueblos dueños de su identidad cultural, temerosos de perderla...
Nosotros hacemos lo contrario. Presionados por influencias foráneas, corremos aceleradamente para alcanzar el último vagón de ese gran tren que se denomina "el progreso", agarrando y comprando cualquier paquete de impresionante envoltura.
Masticamos y chupamos fórmulas sintéticas con gusto artificial indefinido; y en vez de tantas delicias que acostumbrábamos servirnos para sentirnos bien alimentados o para engolosinar el paladar, vamos suplantando los hábitos ancestrales que hasta ayer supimos apreciar como herencia de valor incalculable en nuestra mesa.
Si están en desacuerdo, díganme donde quedaron las deliciosas coladas de harina de plátano, de maicena con piña y naranjilla, el champús de mote, que llegaban en pequeños tazones como culminación de la merienda porteña, prolongada en agradable sobremesa familiar junto al plato de rosquitas de manteca.
Sabor de madre descubren los infantes. Sabor de familia buscan los comensales solitarios. Sabor del hogar necesita el apurado ejecutivo. Sabor casero intentan los fabricantes de comidas enlatadas. Sabores comparan los viajeros. Sabores exploran los amantes e invitan a compartir los amigos. Sabor defienden los pueblos dueños de su identidad cultural, temerosos de perderla...
Nosotros hacemos lo contrario. Presionados por influencias foráneas, corremos aceleradamente para alcanzar el último vagón de ese gran tren que se denomina "el progreso", agarrando y comprando cualquier paquete de impresionante envoltura.
Masticamos y chupamos fórmulas sintéticas con gusto artificial indefinido; y en vez de tantas delicias que acostumbrábamos servirnos para sentirnos bien alimentados o para engolosinar el paladar, vamos suplantando los hábitos ancestrales que hasta ayer supimos apreciar como herencia de valor incalculable en nuestra mesa.
Si están en desacuerdo, díganme donde quedaron las deliciosas coladas de harina de plátano, de maicena con piña y naranjilla, el champús de mote, que llegaban en pequeños tazones como culminación de la merienda porteña, prolongada en agradable sobremesa familiar junto al plato de rosquitas de manteca.
Y dónde la caspiroleta con sendos trozos de canela o el chocolate batido con molinillo y su inseparable compañero, el queso, por que chocolate sin queso es como amor sin beso. O por lo menos lo fue, cuando el colesterol traicionero era un ilustre desconocido.
Aquí van otros ejemplos
La bola de maní (que ya me la comí), por las esquinas del colegio donde paraban los vendedores de ese dulce con su canasto. Los chupetes criollos en forma de conos ensartados en palitos de caña con envoltura de papel adherido como cinta scocht. Los "chumbeques" tostaditos del kiosco de Margarita y las guayabitas azucaradas del charolero caminador. El "can de Suiza" que en el nocturnal recorrido portaba sobre su cabeza, el hombre del charol iluminado con una linterna junto al pilo de confite, cuyos pedazos saltaban al golpe del hacha pequeñita. Los prensados de jarabe de rosa, de menta o de vainilla, que en las tardes calurosas salíamos a comprar al oír el rítmico raca-raca del capillo contra el lomo del hielo, haciéndolos bañar íntegramente con el delicioso colorido combinado que bajaba lento y espeso por el cuello de la botella hasta cubrirlo de sabor y penetrarlo. Cosa muy diferente a las aguas teñidas de "muerte lenta" que ahora llaman "frescos" a bordo de carretillas desaseadas.
Las ciruelas del cerro. Los caimitos y los cauges. Las chirimoyas de Puná eliminadas por las piscinas camaroneras. Los nísperos de Daule, talados para tecnificar nuevos sembríos. Las gallinas criollas de carne consistente y provocativa pechuga. Los huevos de gallo y gallina. La leche y la mantequilla de vaquita natural con gusto a potrero de campo abierto, aire puro y verdor.
El sango de choclo rallado o de verde con cabeza de camarón machacado. Los tamales de dos masas. Los bollos, el pepián de pato y el ayampaco... Ayan qué?, me ha preguntado una ahijadita al escuchar que en voz alta yo recordaba el menú. Le expliqué pacientemente lo que era, sin lograr entusiasmarla. Ella se estaba comiendo un hot dog, luego vendrían las papas fritas, los cachitos, las hamburguesas, los sanduches o las pizzas... Para qué insistirle con los sabores del tiempo de la yapa... Ni hablarle del guardafrío y del fogón..., cuando en su casa tiene comida congelada u el refrigerador doble puerta, microondas y todo lo demás... Claro que ella nunca sabrá como se siente el gusto del cocolón; el perfecto balance del calentado; el fresco de un agrio de piña bien helado y tantos otros sabores ligados a esta tierra generosa donde todo lo hemos tenido, menos el aprecio suficiente para saberlo conservar, como hacen otros pueblos orgullosos de su herencia cultural.
Esta fue otra interesante historia del Guayaquil de antes realizada por la historiadora Jenny Estrada, autora del libro "Cronicas costumbristas del tiempo de la yapa" 5ta edicion.
Espero que les haya gustado y manténganse atentos a la próxima publicación
Si tienen historias parecidas pueden compartirlas aquí.
Saludos
Curiosidad Infinita - Conocimiento y curiosidades - -
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