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A fin de resaltar merecidamente esa fecha tan especial para nosotros, afloraba el civismo expresado de muchas maneras: concursos de oratoria, juegos florales literarios, retretas en los parques, embanderamiento de las calles, sesiones solemnes, inauguraciones, competencias deportivas, premiaciones y grandiosos desfiles, en los que la gallardía y la belleza de jóvenes estudiantes se lucía rindiendo homenaje a sus próceres y a las máximas autoridades del Estado.
Preparativos
Dos meses antes, por lo menos, y en horarios fuera de clases, las bandas comenzaban a ensayar por las calles aledañas a los planteles educativos. Marchas prusianas y elegantes pasos del tambor mayor, en atención a la solemnidad del evento. Los vecinos se asomaban a contemplaros y los chiquillos los seguían, imitando los giros de esquina, el paso de ganso y la orden ¡¡Atención, firr!! del instructor.
Inolvidables cachipórreros, como Boris Toledo, de la Escuela Superior Naval; Eduardo Cevallos Rendón, del colegio lasallano San Jóse; Lucho Moreno San Lucas, del salesiano Cristóbal Colón y la legendaria Aurora "Yaya" Moreno Usubillaga, primera mujer que condujo la banda de guerra del colegio de señoritas Guayaquil, eran los paradigmas entre aspirantes al honor máximo de representar a su plantel en esas fiestas.
Las bastoneras, cheerleader y los acróbatas pertenecían a los circos, donde su espectáculo tenía razón de ser y a nadie se le hubiese ocurrido incluirlos en un acto público de carácter cívico; porque marchar en el desfile de octubre era para cualquier adolescente el mayor de los honores.
En primer lugar, ser elegido para integrar escuadras o portar el estandarte constituía una distinción a la cual se hacían acreedores por aplicación y buena conducta los mejores y tomar parte en el desfile entrañaba, además del entusiasmo, un profundo sentimiento de patria que había que saber expresar con disciplina, garbo y respeto, sobre todo, cuando se estaba representando a su plantel.
La Fiesta era de todos
Mientras los estudiantes nos preparábamos, el ambiente de la ciudad iba tomando color y sabor especial. Llegaban muy buenos espectáculos teatrales y musicales. Alrededor del Parque del Centenario se instalaban las rifas, animadas por luces brillantes y giros de ruletas. Por las noches, las familias salíamos a pasear al bulevar. Los chupeteros, los vendedores de pan de dulce, los de la bola de maní y melcocha, los barquilleros, llenaban la atmósfera de pregones agradables; y en las casas se amasaba el pastel de dos harinas relleno de carne de cerdo y de gallina, para servirlo el día de la Independencia, con la banderita de Guayaquil, como adorno central.
El pueblo esperaba ansioso esas fiestas. Del área rural venía mucha gente a comprar ropa apropiada y zapatos nuevos. La celebración de Guayaquil era una vez al año y todos querían estar bien presentados; pues, como mandaba la tradición desfilaría el presidente de sus ministros y había que verlo y aplaudirlo tan cerca como fuese posible, con la esperanza de que nos distinguiera entre la muchedumbre que copaba las aceras.
Los "muchachos de barrio" -que nunca supimos cuántos ni quiénes eran- tocaban a la puerta, presentando su tarjetita y solicitando contribución para el "equipo" que en tremenda fajazón disfrutaría tarde de goles, después del desfile. Ya que nadie se perdía esa manifestación, bajo el radiante sol de octubre, con los balcones repletos de espectadores y las banderas ondeando al viento en cada cuadra.
El desfile se efectuaba un solo día. Lo encabezaba el primer mandatario de la Nación, acompañado de sus ministros y de las autoridades seccionales. Seguían los estudiantes y quedaba la marcha se remataba con la presencia de los militares, representados por nutridas delegaciones de sus tres ramas, carros blindados y tanques de guerra que dejaban el asfalto de las calles desconchado y hacían un ruido ensordecedor.
Pero fueron precisamente los miembros de una junta militar de gobierno (1963), los que decidieron dar mayor vuelo a incierta fecha de fundación de la ciudad, tratando de imitar lo que Quito venía haciendo tradicionalmente para conmemorar su fundación española el 6 de diciembre.
Muchos pensamos que, fue más bien con la intención de disminuir la atención tradicional a las fiestas octubrinas, donde el pueblo solía expresar simpatías o rechazo a los gobernantes. Los dictadores quisieron evitarse la confrontación con las otroras temidas "Fuerzas Vivas de Guayaquil", dispuestas a abuchearlos en el desfile de octubre, por su manifiesta anti-guayaquileñidad, evidenciada en decretos e imposiciones cuyas consecuencias seguimos sufriendo hasta el presente.
Lo cierto es que, a partir de la década de los años 70s, celebramos el mes de julio, llamándolo artificialmente el "mes de Guayaquil". Cuando en términos de amor, defensa y gratitud, el jolgorio de un mes escogido para festejar a la ciudad carece de auténtica raigambre histórica, pues no se trata de la fundación de la ciudad sino de la fiesta de Santiago, el patrono de Guayaquil. Sin embargo, las fiestas julianas se volvieron tradición.
Pero, para quienes sentimos de otro modo, la verdadera fiesta de la guayaquileñidad será siempre el glorioso 9 de octubre; conmemoración de la conquista de nuestra libertad, el legado más valioso de cuanto nos transmitieron nuestros próceres. Así lo manda la historia y así se debería perpetuar la tradición.
Fuente: "Del tiempo de la Yapa" 5ta Edición - Jenny Estrada
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Hay 4 Comentarios, ¿Dejas el tuyo? :)
es muy buena la imformacion
bacansicimo
me parece genial
8)
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