Durante la mañana del 31 de diciembre, portando tarros de talco vacíos a los que abríamos una ranura a manera de alcancías, y latas de leche Klim, con las primeras monedas conseguidas entre los de casa, armábamos la comparsa en la que destacaba una viudita plañidera, niña o niño disfrazado con traje negro, para marchar gimiendo junto a su Viejo, al tiempo que con nuestro improvisado instrumental de percusión, hacíamos el coro, repitiendo acompasadamente la clásica muletilla: U-na-caridá-pa-ra-el-Vie-jo.
Cuando nos cansábamos o nos llamaban a comer, el Viejo quedaba sentado a la puerta de la casa, con un cigarro en la boca y una botella de trago, vacía, a su lado. Por la tarde intensificábamos la recaudación e íbamos participando en la redacción del testamento infantil para leerlo junto al de los mayores.
Ya al anochecer, agrupados en torno al monigote, en el extraño funeral, procedíamos a repartir proporcional y escrupulosamente el dinero entre quienes lo habíamos armado, paseado y llorado con todo el gusto de la ocasión.
Faltando pocos minutos para las 12 de la noche, algún adulto anunciaba la hora y nuestro Viejo, despojado de su sombrero prestado, de la corbata de gran señor y de los zapatos que alguien juzgaba "todavía buenecitos", era arrastrado hacia media calle para rociar su cuerpo con gasolina y lanzarle el fósforo que lo transformaría en una pira estruendosa.
El acelerado palpitar de nuestros corazones encendidos de excitación nos empujaba al abrazo general y a la expresión de recíprocos augurios. La parranda del Año nuevo comenzaba, mientras los restos humeantes del Viejo, volaban, esparciéndose a voluntad del viento por calles y veredas.
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